CONOZCAN NUESTROS NOMBRES
Para los que piensan que existimos como individuos antes de nacer, sea bajo la forma que sea, olvídense. Antes de nacer no hay nada. Sólo nuestros nombres.
Esos extraños entes tratados erróneamente por los humanos como simples etiquetas, conviven desde tiempos inmemoriales en ciudades especiales creadas para ellos, y allí son felices como niños. En realidad la ciudad de los nombres es un inmenso parque con toboganes y columpios donde se juega todo el tiempo y los pobres esperan nerviosos a que se les asigne un bebé sangriento y morado. Hay que decir que a los nombres les dan mucho asco los bebés, pero ya saben que ese estado incierto y húmedo dura poco.
Por supuesto que no todos los nombres son iguales; Está una gran mayoría que va a parar a los recién nacidos, y a parte de su vulgaridad intrínseca sufren a menudo la humillación de verse reducidos a diminutivos ridículos o a deformaciones derivadas de los balbuceos infantiles. Otros más afortunados, los menos, son para personas que ya saben hablar y además saben que quieren llamarse Sara, Günter, Bárbara o Jesucristo. Otros (estos suelen ser los más bellos) nunca fueron concebidos para los humanos sino para caballos de carreras y personajes de novela, claro que al final la promiscuidad onomástica hace que todo lo anterior pueda no cumplirse y que cualquier don nadie acabe llevando un nombre sublime que nunca debería haberle correspondido.
En cualquier caso, todo nombre preexiste gozosamente a su portador. En la ciudad de los nombres están todos los que han sido y serán hasta el fin de los tiempos, desafiando la imaginación de dioses y padres. También es cierto que hay casos extremadamente polémicos: ¿Qué fue antes, Dios o el nombre de Dios?
Se estarán preguntando cómo ocurre, todo, naturalmente. Cuando nos dan un nombre nos cae sobre el hombro su materia blanda y ligeramente fosforescente, que emite pseudópodos y repta hasta que logra acoplarse a algún órgano o instersticio. Y ahí se queda, escondido y asustado. Con el tiempo se expande y nos infiltra en la sangre parte de su gloria o su vileza, según el caso, pero cuidado: el proceso se cumple también al contrario; hay nombres que tardan mucho en redimirse tras una vida entera junto a ciertos personajes. Es aquí donde se nos plantea el eterno problema del ser y la identidad. ¿Somos el nombre que llevamos? Rotundamente no, pero nadie parece darse cuenta. Laura no es Laura, Charlotte no es Charlotte, y Sergio no es Sergio. Esto que parece una tontería no lo es en absoluto.
Los nombres se caracterizan además por sus gustos nómadas. Les encanta viajar y aprovechan la menor oportunidad para hacerlo: Además de trenes y aviones, los nombres utilizan preferentemente como medio de transporte los libros, la saliva, los trozos de papel perdidos en los bolsillos de las chaquetas y las flores. Y nunca, nunca, se sabe dónde pueden acabar.
Esos extraños entes tratados erróneamente por los humanos como simples etiquetas, conviven desde tiempos inmemoriales en ciudades especiales creadas para ellos, y allí son felices como niños. En realidad la ciudad de los nombres es un inmenso parque con toboganes y columpios donde se juega todo el tiempo y los pobres esperan nerviosos a que se les asigne un bebé sangriento y morado. Hay que decir que a los nombres les dan mucho asco los bebés, pero ya saben que ese estado incierto y húmedo dura poco.
Por supuesto que no todos los nombres son iguales; Está una gran mayoría que va a parar a los recién nacidos, y a parte de su vulgaridad intrínseca sufren a menudo la humillación de verse reducidos a diminutivos ridículos o a deformaciones derivadas de los balbuceos infantiles. Otros más afortunados, los menos, son para personas que ya saben hablar y además saben que quieren llamarse Sara, Günter, Bárbara o Jesucristo. Otros (estos suelen ser los más bellos) nunca fueron concebidos para los humanos sino para caballos de carreras y personajes de novela, claro que al final la promiscuidad onomástica hace que todo lo anterior pueda no cumplirse y que cualquier don nadie acabe llevando un nombre sublime que nunca debería haberle correspondido.
En cualquier caso, todo nombre preexiste gozosamente a su portador. En la ciudad de los nombres están todos los que han sido y serán hasta el fin de los tiempos, desafiando la imaginación de dioses y padres. También es cierto que hay casos extremadamente polémicos: ¿Qué fue antes, Dios o el nombre de Dios?
Se estarán preguntando cómo ocurre, todo, naturalmente. Cuando nos dan un nombre nos cae sobre el hombro su materia blanda y ligeramente fosforescente, que emite pseudópodos y repta hasta que logra acoplarse a algún órgano o instersticio. Y ahí se queda, escondido y asustado. Con el tiempo se expande y nos infiltra en la sangre parte de su gloria o su vileza, según el caso, pero cuidado: el proceso se cumple también al contrario; hay nombres que tardan mucho en redimirse tras una vida entera junto a ciertos personajes. Es aquí donde se nos plantea el eterno problema del ser y la identidad. ¿Somos el nombre que llevamos? Rotundamente no, pero nadie parece darse cuenta. Laura no es Laura, Charlotte no es Charlotte, y Sergio no es Sergio. Esto que parece una tontería no lo es en absoluto.
Los nombres se caracterizan además por sus gustos nómadas. Les encanta viajar y aprovechan la menor oportunidad para hacerlo: Además de trenes y aviones, los nombres utilizan preferentemente como medio de transporte los libros, la saliva, los trozos de papel perdidos en los bolsillos de las chaquetas y las flores. Y nunca, nunca, se sabe dónde pueden acabar.
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